miércoles, marzo 29, 2006

Pensar en Israel V


Llegué a Tel Aviv una mañana ventosa. Fui directamente al hotel que ya tenía reservado y desde allí llamé a una prima que vive en Ramat Aviv. Quedamos en encontrarnos para almorzar.
Si uno llega a Tel Aviv inmediatamente después de haber estado en ciudades tales como Madrid o París, seguramente se va a sentir algo decepcionado. El recuerdo de esas dos ciudades (u otras) muy diferentes entre sí, pero igualmente espectaculares, va a opacar la visión de Tel Aviv, y Tel Aviv no se lo merece...
A Tel Aviv hay que descubrirla, hay que caminar por sus calles distraídamente y encontrarse con que el Mediterráneo, está ahí, casi al alcance de la mano, ese mar maravilloso que pareciera ser diferente en color, olor, profundidad y sonoridad en cada privilegiado lugar del planeta donde sus aguas tocan las costas. Quizás la diversidad de los lugares y la gente, lo haga parecer diferente.
Tel Aviv, fascina en una forma propia y particular, como -a mi se me antoja- fascinan aquellas mujeres que sin ser lindas, tienen un encanto especial que trasciende, y subyuga más que la belleza.
Recorriendo la Little Tel Aviv de noche, palpitante y viva, con sus interesantes restaurantes, con las luces de neón titilando, invariablemente uno recala en los pioneros, en sus sacrificios, y en si se hubiesen atrevido a soñar que a menos de cien años, Tel Aviv se iba a convertir en lo que ahora era.
A la hora del mediodía el viento ya había amainado. La atmósfera alrededor de la Kikar Hamedina era diáfana y la temperatura templada a pesar de la época. No había una sola nube.
Nos sentamos a almorzar en uno de los tantos cafés que hay bordeando esta plaza insólita, enorme y despoblada, desnuda de verde, no se entiende bien por qué, pero enclavada en un barrio muy pintoresco y exclusivo, con un montón de calles que salen desde ella en diagonales y se continúan hacia uno y otro lado. En una de esas calles, Arlozoroff precisamente, tenía que ver a un psiquiatra, pero no sería ese mismo día.
Los motivos que me habían llevado en esta oportunidad hasta Israel eran suficientes como para estar triste. No obstante, traté de que me perturbaran lo menos posible. No sé si lo conseguí, porque hay cosas que uno no se las puede sacar como a una camisa. Sin embargo, me propuse disfrutar de la ciudad, de mi corta estancia en la misma, de la compañia de mi prima Ruth y sus historias de vida tan diferentes de las mías, y simular que yo era igual a la mujer que estaba sentada cerca de mí en la mesa de al lado, con sus gestos y risa despreocupados.
En los tres días que pensaba pasar en Tel Aviv, caminaría por sus calles, me metería en sus rincones (uno de mis preferidos es el sombreado Boulevard Ben Gurion) sin olvidarme de comer una torta de queso que hacen en Kapulsky, escucharía algún concierto con Ruth . Si el tiempo alcanzaba visitaría la milenaria Yaffo.
Dejaría para el final, las odiosas pero no por eso menos expectantes visitas a los psiquiatras, a quienes debía llamar primero. Luego viajaría a Jerusalem.
Ese día (hoy) había sol y tenía que disfrutarlo. Por lo menos sin psiquiatras.