miércoles, marzo 22, 2006

Pensar en Israel IV


Con la ayuda de Noah, empecé a planificar las visitas que haría.
Muchos kibbutzim tienen hoteles de turismo, así que si en alguno me demoraba más de la cuenta y perdía el ultimo micro a Naharía, podía quedarme y regresar al día siguiente.
Tenía que viajar sola durante la semana, así que estando en el norte, empecé a visitar los kibbutz que estaban en el norte.
Cada visita significaba para mí que el día empezaba muy temprano, primero alcanzar el micro que a 300 metros del kibbutz, y a horas pautadas, me llevaba a la terminal de Naharía y luego a la tarde, volviendo desde la misma.
No lo hacía a diario porque era bastante agotador, habida cuenta que además del viaje, había que hablar y explicar cosas generalmente difíciles de explicar.
Muchas veces me encontré con rostros que parecían decirme no entender lo que yo quería. Probablemente, no sabía bien lo que quería. En general dejaba pasar uno o dos días entre una y otra visita. Era un esfuerzo mayor que el supuesto.
Sentada en el micro, y con la vista clavada en el paisaje árido, más de una vez me pregunté si no estaría equivocada, pero trataba de no perderme en estas elucubraciones porque no quería tener dudas y aún sin estar convencida, quería pensar que todo, a lo mejor, saldría bien.
Cerca de Naharía, es decir desde donde estaba alojada, visité tres kibbutzim, el Rosh-Hanikrá 8 km. al norte, el Kfar Giladi, y el Kfar Blum, cercas de las montañas del Golan.

En el Gadot, que también estaba en el norte, más modesto que los anteriores, no parecía difícil el ingreso. Habría que volver a hablar.
Yo hacía todas las averiguaciones que podía, sin entrar por lo menos, si no era necesario en muchos detalles acerca de la condición de Marisa. Me ahorraba ese esfuerzo, a menos que no me quedara otra alternativa.

En general mi conclusión fue que en los kibbutzim más prósperos era prácticamente imposible el ingreso, y en otros menos prósperos podía ser más factible, pero siempre se hablaba del trabajo, o de intervenir en algún programa (no el voluntariado) que complementaba el trabajo con el aprendizaje del idioma, a cambio del hospedaje, y que tenìa fecha fija de principio y de fin.
Este tipo de programa no era posible que Marisa los llevara a cabo, de manera que a medida que hablaba en cada kibbutz me iba descorazonando, y preguntándome que estaba haciendo en un lugar tan lejano, donde parecía que no iba a encontrar las soluciones que yo esperaba.
Un fin de semana, fui con Noah a un kibbutz en las proximidades de Haifa, el Nasholim, un kibbutz muy lindo, donde el ingreso era muy difícil, sujeto, como en casi todos a decisiones que tomaban los miembros directivos del kibbutz.
Prácticamente la idea del kibbutz estaba empezando a hacer agua, parecía muy difícil o casi imposible que Marisa viviera por un tiempo en un kibbutz, en base a mi especulación que esa vida en contacto con la naturaleza, y alejada de la ciudad como elemento de gran presión para una persona enferma, la ayudaría en un principio.
El último kibbutz visitado fue el Shefayim muy cerca de Tel Aviv y de Netanya. Un kibbutz próspero al que Noah me llevó más para conocer su famoso parque de agua, que para otra cosa.
Almorzamos en el hotel, donde Noah se encontró con dos o tres personas conocidas.
Dos días después tomaría el micro hacia la terminal de Tel Aviv.
En Tel Aviv, tenía que resolver lo que se refería a residencias o visas y también tenía que encontrarme con un par de "psiquiatras", de los que nunca me voy a poder desprender. La dirección de uno de ellos, se trataba de una mujer, me había sido dada en Buenos Aires por el psiquiatra que desde hacía poco tiempo había comenzado a atender farmacológicamente a Marisa. Vivía en Jerusalem, y pensaba visitarla.
Después el regreso a Buenos Aires, en principio y hasta el momento, con las manos vacías.